Nuestra amiga Deborah nos escribió ayer para visitarnos: «Tomemos chocolatito caliente que es día de muertos»; y al leerlo sonaba a su acento mexicano. Menos mal la cocoa es uno de esos productos básicos que no faltan en los hogares avezados a los requerimientos culturales holandeses.
Hacia las cuatro de la tarde fui a ducharme en preparación a su visita. No esperaba (como a lo mejor sí lo hubiese esperado de ella en otros años) que venga vestida de la Catrina y que me pida que yo haga lo mismo… de la Catrina también. Entonces, porque una cosa lleva a la otra, y me había pasado el día trabajando en la versión en inglés de "Pasado el tiempo de admiración", puse el playlist en mi teléfono para que me acompañe durante mis trascendentales meditaciones bajo el agua caliente de la regadera. Un primo con el que hablé hace poco me contaba justamente las cosas sobre las que “filosofa” bajo la ducha. «Pero, ¿por qué bajo la ducha?». Le pregunté. «No sé primo, porque así filosofo yo». No sé por qué pretendí extrañarme, si yo hago lo mismo. Tal vez porque me pretendo un protofilósofo multifacético, y me da por filosofar en todo sitio: bajo la ducha, en el retrete, caminando junto a un canal, o sentado frente a mi monitor al ritmo de una pequeña línea vertical parpadeante al final de alguna oración indiscreta.
Y les cuento todo esto, porque no es mucho lo que tengo que decir al final, así que prefiero adornarlo con el contexto en el que se dio.
Así, estaba bajo la ducha. Había puesto el playlist desde Sam’s Song, porque sabía que las más de las canciones a esa altura de la lista se volverían mas jazzy. Y el primero de noviembre me requería un mood más introspectivo. No por ser el día de muertos, sino porque marcó una década desde que regresé a Holanda, esta vez con mi esposo, ahora sí a formar un hogar.
Tarareé Sam’s Song, porque no me la sé toda. Luego, con Miss Sarajevo, recordé cuando en Compacto ––en Circunvalación Sur, frente al parquecito––, compré el CD de George Michael. Era 1999 y no se sentía aún apropiado hablar tan abiertamente del “Last Century” como algo contenido, algo que entra en un espacio exacto con principio y fin. Y me recordé de esa edad, de veinte años, con certezas existenciales que duraron poco más que lo que tomó en llegar aquel fin de siglo.
«No te demores que ya mismo llega Deborah». Escuché la voz de mi esposo, recordándome con cotidianidad que nuestra vida sigue estando íntimamente entrelazada. Entonces, Ella Fitzgerald. ¡Qué canción! Mentiría si digo que me transporta directamente a la ventanilla de mi carro mientras conducía a Montañita con el mar a mi izquierda. Lo primero que recuerdo es a mi amiga Oriane, en la sala de aquella casa en La Haya que compartía con otra amiga, cantando a capela con su voz ahumada y su acento francés junto a la ventana, con las luces nocturnas del invierno reflejando sobre un canal, el que le hacía de escenario.
Y aquí viene lo que tengo que decir ––pronto––, ya no doy muchas más vueltas.
«Amor, apúrese». Lo escuché decir. Y lo cierto es que estaba un poco perdido y meditabundo… filosofando como suele hacer mi primo bajo la regadera. Porque no es solo la expectativa de escuchar a Ella cantar Summertime, seguida por la voz crujiente de Louis Armstrong. Era, sobre todo, la apertura de la canción con la trompeta de Armstrong, la que me transportaba a pensamientos profundos. Qué maravilla. «Ra-ta-ta-ta». Entonaba introspectivamente bajo el agua caliente. La trompeta de Armstrong… «ra-ta-ta». La trompeta… «¿La trompeta?». Y salté fuera de la ducha con apuro. «¡No, no, no, no!». Decía mientras buscaba con desesperación en mi teléfono el manuscrito de "Pasado el tiempo de admiración". «Dice trompeta... seguro dice trompeta». Me susurraba a mí mismo en tono consolador, como dándome ánimo. Y llegué. En la primera línea de la página 295 encontré aquella palabra que me condenaba a la irrevocable ilegitimidad: «... saxofón...». «¡Nooo!». Exclamé. «¿Qué pasó?». Preguntó mi esposo nervioso. «La cagué… dice saxofón». Respondí sin dejar de ver la pantalla de mi teléfono. «¿Qué cosa? ¿De qué hablas?». «¡Que dice saxofón! ¿Por qué dice saxofón? ¡Yo sé que es trompeta! ¿Por qué carajo escribí saxofón?». Me miró con cara de que tal vez no era tan importante, de que tal vez nadie lo iba a notar, de que tal vez lo podría atribuir a la licencia literaria. Después de todo, Ricardo podría haber existido en un universo paralelo en el que Armstrong tocaba el saxofón junto a Ella.
Deborah llegó poco después, no estaba vestida de la Catrina, y llevaba un corte de pelo que le sentaba muy bien. Le serví dos versiones distintas del chocolatito caliente, porque el primero estaba muy cargado. Y aunque el segundo estaba “picante”, porque según ella tenía pimienta, igual se lo tomó. «Es la canela». Le expliqué. «Yo sé a qué sabe la canela, y esto es pimienta». «Yo sé qué le puse al chocolate, y no tiene pimienta». Se rio. Me reí.
Se fue. Cenamos. Hice una videollamada con mi madre. Vimos algo en Netflix antes de dormir, porque anoche no tenía ganas de leer. Y justo antes de quedarme dormido, en aquel espacio en el que la conciencia subsiste, pero ya ha dejado de controlar el cuerpo, escucho mi propia voz en mi mente decirme con reproche: «¡La trompeta!».
Yo soy de aquellos lectores que no lo notarán!! aunque si hay diferencia entre trompeta y saxofón!.... todavía no voy por esa página, estoy disfrutando mucho de la lectura. Fuerte abrazo y saludos!!